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Hacía calor en el local y estaba lleno del humo grasiento de las velas que chiporroteaban. Los relucientes cuernos negros de un úrgalo, cuya longitud equivalía a la distancia de los brazos extendidos de Eragon, colgaban encima de la puerta. El mostrador de la taberna era largo y bajo, con una serie de peldaños en un extremo para que los clientes pudieran repartirse mejor. Morn, cuya parte inferior del rostro era corta y aplastada como si hubiera metido la barbilla en una rueda de molino, regentaba la taberna arremangado hasta los codos. La gente abarrotaba las sólidas mesas de roble y prestaba atención a dos mercaderes que habían acabado de trabajar y estaban tomando una cerveza.
-¡Eragon, que alegría verte! ¿Dónde está tu tío? -preguntó Morn apartado la vista de la jarra que limpiaba.
-Comprando -respondió Eragon-. Tardará un rato.
-Y Roran ¿también ha venido? -inquirió Morn mientras le pasaba el trapo a otra jarra.
-Sí, este año no ha tenido que quedarse a cuidar a ningún animal enfermo.
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