Yo, de vez en cuando iba a trabajar, pero como la consulta veterinaria era mía, podía permitirme el lujo de ausentarme en la medida que quisiera. Al fin y al cabo, tenía empleados que se ocupaban por mí de las mascotas de los ciudadanos de Nibbletown.
Cada tres o cuatro días, Marcus sentía ese debilidad por el hambre que le hacía perder la consciencia, entre otras cosas, porque no era capaz de pedirme sangre por sí mismo. Al principio rehusaba aceptarla, pero creo que poco a poco se fue acostumbrando al saber y ya no parecía hacerle tantos ascos.
Una de esas tardes, Marcus bebía de mi muñeca mientras yo, en apariencia, estaba sumido en el noticiario local que se transmitía por la televisión. Era lo mejor que podía hacer, porque siempre que él y yo teníamos ese tipo de contacto, experimentaba una extraña sensación. No solo me resultaba placentero el que Marcus bebiera mi sangre, sino que además, me sentía en la obligación moral de alimentarlo. De ocuparme de su bienestar.
-¿Cuándo vamos a ir a los bajos fondos a preguntar sobre lo mío? - dijo liberando mi antebrazo y limpiándose las comisuras de los labios con los dedos. Últimamente, su ritual se había vuelto más cortés y lamía delicadamente la herida de mi piel hasta que se cerraba. Después, me soltaba.
-Cuando sientas que estás listo para salir de la casa- respondí sin mirarle. El corazón me latía frenético, como si hubiera corrido un maratón. Y simplemente por el roce con su lengua. Era perturbador-. Porque te recuerdo, que debemos ir durante el día, dado que es mejor que por las noches yo no pise la calle.
Pareció sopesar mis palabras unos instantes y se acomodó en el sofá, mirándome.
-Tengo una idea. La próxima vez que me alimente, comeré un poco más de lo acostumbrado. A primera hora de la mañana. Tú no serás Baboso y yo estaré lo suficientemente lleno como no abalanzarme sobre la gente. Entonces podremos salir sin peligro.
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