Pero llevo puesto uno de mis conjuntos favoritos, mi melena cobriza recién lavada y, aunque puede que la llantina me haya borrado por completo el lápiz de ojos, mi pintalabios permanece intacto.
Aquí estoy. Puedo hacer esto. Puedo arreglármelas estupendamente sola.
El ánimo me dura más o menos lo que tardo en llegar a la salida de la estación de Srockwell. En ese momento un tío en un coche me grita: "¡Aparta el culo!", y la conmoción es tal que regreso de golpe a la mierda de vida post-ruptura de Tiffy. Me deja tan hundida que apenas soy capaz de mover de su camino esa parte de mi anatomía para cumplir con la petición.
Llego al bloque de apartamentos más o menos en cinco minutos; se halla bastante cerca del metro. Ante la perspectiva de descubrir el que realmente va a ser mi futuro hogar, me seco las mejillas y me fijo con atención. Es uno de esos bloques de ladrillo achaparrados, y en la entrada hay un pequeño patio con algo de césped mustio al estilo londinense que más bien parece heno bien segado. Hay plazas de aparcamiento para cada vecino, uno de los cuales parece estar utilizando la suya para almacenar una desconcertante cantidad de cajas de plátanos vacías.
Al llamar al portero automático del apartamento 2 un movimiento capta mi atención: es un zorro que asoma despacio en la zona donde por lo visto viven los contenedores. Se detiene dejando una pata en el aire y se queda mirándome con descaro. La verdad es que nunca he estado tan cerca de un zorro: tiene una pinta mucho más sarnosa de lo que aparentan en las fotos de los libros. Pero los zorros son bonitos ¿no? Son tan bonitos que ya está prohibido cazarlos por diversión, aunque seas un aristócrata con caballo.
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