La única persona con quien había compartido esa sensación, aunque solo fuera de manera tangencial, era Henry Young el Asiático. Un día que hicieron juntos el trayecto hasta Long Island City - de hecho, era Henry quien le había conseguido el espacio en el estudio-. subió al tren un chino delgado y con los tendones marcados que llevaba una pesada bolsa de plástico naranja caqui colgada de la última articulación de su índice derecho, como si no le quedara fuerza o voluntad para agarrarla de una forma más contundente. Se dejó caer con pesadez en el asiento, cruzó las piernas y los brazos, y se quedó dormido en el acto. Henry, a quien JB conocía del instituto - era hijo de una costurera de Chinatown y tenía una beca como él -, lo miró y articuló con los labios :"Le puede pasar a cualquiera"!, y JN comprendió muy bien la particular mezcla de culpabilidad y placer que sentía.
Otra cosa que le encantaba de los trayectos diarios de la tarde era la luz, que llenaba el tren como algo vivo a medida que los vagones cruzaban traqueteando el puente, eliminando el cansancio del resto de los pasajeros y revelándolos tal como eran cuando llegaron al país, cuando eran jóvenes y Estados Unidos parecía un lugar conquistable. Observaba cómo esa luz amable envolvía el vagón como el sirope. Contemplaba cómo difuminaba los surcos de las frentes, bruñía los cabellos grises de oro, suavizaba el agresivo brillo de las telas baratas volviéndolas lustrosas y refinadas. Y entonces el sol se iba, el vagón se alejaba indiferente, el mundo regresaba a sus tristes formas y sus colores corrientes, y los pasajeros volvían a su habitual estado lúgubre, un cambio tan brusco y cruel que parecía obra de una varita mágica.
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